"La Plaza la Merced"

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La Plaza, la de la Merced: La Plaza

jueves, 14 de marzo de 2013

LA CARTA ALAZETAL



Mi querido Miguel, no me parece que nadie sea más indicado que tú como receptor del escrito con el que inicio este periplo epistolar mío.

No es que no haya, ahí en Málaga y en otras partes del orbe, personas de mi confianza y de mi querencia a las que deseo decir de esta manera y de otras, y que recibirán, por supuesto, misivas en lo sucesivo. Pero, insisto, creo que tú eres el indicado para recibir la primera.

Y ya se acabaron los preámbulos.

Estuve ayer con unos que aún recordarás, unos de esos que ahora se ha dado en llamar “Algoflautas”, “Antisistema”. O lo que prefieran llamarles los mandadores, los que pretenden seguir jodiendo al resto de vivos, a todo aquél que no les sirva para algo –cuán prácticos son, ¿a que sí?-, sean o no, ojo, de su cuerda. Porque, ya empiezo con los paréntesis, está claro que esa gentuza a la que me refiero, esos personajes, no aman a nadie. Sólo se quieren a ellos. Así pues, el Partido Podrido en el que se refugian, el Partido Pinocho, no tiene ideología –espíritu, vaya- ni tiene fundamentos convivientes, ni otro sentido que el de mejorar el confort de sus integrantes, sea el que sea el precio que tenga que pagar el resto de seres vivos.

Como decía, estos supuestos impresentables me hablaban de que algo habrá que hacer. Se referían a cada sitio, no a mi lugar –pueblo, en aragonés, lo recuerdas, supongo- sólo ni al país que sea, sino a todos los lugares donde haya congregaciones, donde habiten personas. Me explicaré y, creo, daré cauce a aquello que me dijeron y creo haber entendido. Como justificante o premisa me recordaron que, según parece, cuando Federica Montseny tomó posesión del cargo de Ministra de Sanidad, lloraba por entender que no estaba claro que de esa manera no estuviera traicionando a su ideario anarquista, el de ostentar cargos. Sin embargo, como mal menor, entendió, ella y muchos otros de la misma telada, que era preciso. Entonces, como ahora, la derecha sólo pretende mandar y sólo para, como antes he dicho, su propio beneficio –que, vuelvo a recordar, es personal, o sea, individual, lo que pasa es que no les queda otro modo que usar grupos, pero, si pudieran, serían, uno a uno, monarcas, dictadores, autócratas… entiéndeme-. Los demás, los peatones, los que aspiramos a que el mundo sea mejor para todos y, si no, que no sea peor que cuando llegamos a él al dejárselo a los que nos sigan, pretendemos, pues, que ésos, los facinerosos de la derecha, no sean quienes manden. Por tanto, los objetivos son comunes. Lo propio, pues, lo que procedería sería unirse y formar un equipo contrario al equipo del que hablo, al de los rufianes, en este juego que, nos guste o no, por el momento es el que está establecido que juguemos, y con esas reglas. Como sucedió en el tiempo del que hablo al mencionar a la Montseny, en el tiempo de la II República. Quienes consideramos que, por el momento, el republicano es el régimen a alcanzar, incluso a conquistar, el único sistema válido para convivir todos en rango de igualdad, debiéramos formar un equipo, sentándonos a firmar, ante una mesa en la que expusiéramos las pretensiones, modos y maneras, como la continua rotación de puestos cada vez que haga falta determinado jugador, según sus características y habilidades y según el momento o el partido a jugar. Y exclusiones, que está claro que las ha de haber, como disciplinas partidistas de jerarquías ancladas o enquistadas; en fin, firmar acuerdos, pues que hay más puntos en común que discrepantes, soslayando las diferencias o las desavenencias. Firmar, en fin, una especie de contrato mediante el que poder llevar a algún sitio a todos los que estamos embarcados en cubierta y en camarotes normales. Los de las suites nos llevan por procelosos mares en los que no les entra agua ni existe el peligro de que caigan por la borda o se despeinen ellos, los de los camarotes blindados. Un acuerdo para llevar hacia algún sitio a todos los que vamos respirando, sin distingos.

Así pues, aunque podamos tener que llorar porque no todo sea como pretendemos, siempre será preferible a tener que llorar por las irreparables pérdidas de derechos y personas. Mejor será tener todos lo necesario, dicen estos de los que hablo, en lugar de que sólo tengan, hasta lo prescindible, unos pocos que se quedan hasta con lo que es imprescindible para todos. La principal cosa, quizá, en el sentido estricto de la palabra, o sea, la cosa del principio, la que no pueda faltar, sea la dignidad. Y ésa, los del otro equipo, el que consideran rival, el que consideran enemigo, ni la tienen ni la quieren ni nos la permiten.

En resumen, dicen que hay que unirse. La derecha quiere mandar y el resto no quiere que mande la derecha. Son dos declaraciones claras, simples y, de hacer equipo, como la derecha lo tiene, se puede conseguir, como otras veces en las que ha habido unión. Incluso, dicen, del expolio de todo, de todo lo que se nos está quitando, de todo lo que estamos perdiendo, también somos culpables por no ser capaces de plantar cara, de enfrentarnos unidos a los expoliadores.

¡Qué decirte, caro Miguel! No sé si no me han convencido y todo. Me he acordado de aquella antropóloga, pionera ella en los años 30 del siglo XX, aquella del libro que ya te presté una vez –y me devolviste, por cierto- titulado “Adolescencia y cultura en Samoa” –aunque su título original, “Coming of Age in Samoa” más bien se traduciría como “Mayoría de edad en Samoa”- y que dijo que “Nunca dudes de que un pequeño grupo de personas conscientes y comprometidas puede cambiar el mundo. De hecho, siempre ha sido así como el mundo ha cambiado.”

Y ya remato aquí.

Esta es la primera epístola de mi epistolario -que no ha salido de tamaño mini, precisamente, pero era mucho lo que quería decirte-. No será la única que te escriba, Miguel, ni tú el único receptor, como ya he dicho al empezar.

Te encomiendo que beses a Marijose y Mario, por orden alfabético, para que sepan que a ninguno olvido nunca.

Ahora sólo me resta despedirme. Sigilosamente, como si dijéramos, pues tú y yo no nos despedimos, porque nunca nos vamos el uno del otro.